Algoritmos y redes sociales en los tiempos de la sociedad líquida
>>> 3 minutos
¿Qué son las redes sociales?
¿Un aliado en la comunicación entre personas y culturas? ¿O más bien una trampa, como las denominó el sociólogo Zygmunt Bauman? Quizá sean un poco ambas.
Bauman veía en las redes sociales una trampa, la trampa de los tiempos de la cultura líquida. Una cultura en la que los vínculos se diluyen. Las noticias y las ideas digitalizadas duran lo que dura un golpe dactilar en una pantalla. Y las emociones que desatan estos estímulos –a menudo contradictorias- son cada vez más y más fugaces. Una montaña rusa bipolar de subidas y bajadas efímeras, cuyas consecuencias en la salud mental de las primeras generaciones que se han criado con redes sociales estamos empezando a constatar. Desde su aparición, las tasas de adolescentes con depresión y con tendencia a autolesionarse no han hecho más que aumentar.
En un fenómeno ya ampliamente documentado, se ha demostrado que sin duda sirven para reforzar posiciones y zonas de confort –las famosas cámaras de eco-, donde el sonido que predomina es el propio. Un sonido que acostumbra a buscar reafirmarse en sus sesgos de confirmación y reacciona apartando y despreciando toda disidencia. Estas cámaras de eco polarizan y acaban dificultando la comunicación misma. Todos hemos dicho alguna vez aquello de, “mejor no hablemos esto por Whatsapp, o Facebook”. Aunque sería de un cinismo absoluto no reconocer que también tienen ventajas evidentes, como por ejemplo facilitar comunicaciones no hace mucho imposibles, no haríamos bien si no vigilásemos sus peligros, al tiempo que ellas, en cierta manera, nos vigilan a nosotros.
En este debate, sin duda, nos estamos jugando mucho. Pues la comunicación (o la no existencia de la misma) es el factor evolutivo más crucial, el que ha permitido a los seres humanos avanzar en su eterna batalla contra el olvido. Las primeras inscripciones en piedra o metal eran los inicios del intento por perdurar que acabó fructificando en los papiros, los libros y ahora internet. Sin imprenta no habría ocurrido la Ilustración tan pronto. Con Internet por tanto cabría pensar en la posibilidad de una nueva revolución que estaría empezando a ocurrir.
Sin embargo la situación actual dista mucho de ser esa. Los muros –que bien puesto está ese nombre- de cada particular a veces se defienden como trincheras, en los que no se puede aceptar una mínima disidencia por miedo a quedar en ridículo delante de “el mundo”. Además esto provoca que se generen una serie de inercias que se manifiestan en el comportamiento offline. Cuando estamos en una charla física con amigos o desconocidos podemos contemplar cómo se reproducen algunos patrones de comportamiento que han sido alimentados por los efectos nocivos que están teniendo las redes sociales. Necesidad de ser permanente escuchado, que imposibilita una escucha activa. Posicionamientos más inamovibles. Las cámaras de eco acaban provocando una falsa sensación de que las otras opiniones son extrañas, más minoritarias de lo que son. Además tienen un efecto muy nocivo en la tolerancia de esas opiniones diferentes y en la capacidad de empatizar o perdonar: en las redes es fácil añadir amigos o borrarlos. Las habilidades sociales cada vez son, paradójicamente, menos necesarias gracias a las redes sociales.
Otra consecuencia aún peor: pueden reforzar el poder de un sistema de dominación, mediático-político-económico (o una mezcla de todos ellos), que permite o ensalza solo la reproducción de aquellos contenidos que le interesan. Conformando una generación de personas que permanece entretenida, mientras el poder económico, cada vez los controla más y mejor. Como se demostró en la escándalosa elección de Trump con Cambridge Analytica, o con Bolsonaro y las redes de apoyo vía Whatsapp, los procesos electorales de un país pueden decantarse por el uso de una red manipulada desde el poder económico que menos escrúpulos tenga. También ocurrió con el Brexit.
En este punto quizá algunos estéis reflexionando y penséis que no es para tanto, que habéis conocido a gente maravillosa gracias a las redes sociales, que os han ayudado en tal o cual proyecto, y que depende del uso que les demos son positivas o negativas. Y yo estaría de acuerdo. Totalmente. Es mi caso. He levantado proyectos, publicado en medios, y colaborado con iniciativas sociales a miles de kilómetros, gracias a las redes sociales. Sin embargo no puedo negar que la realidad está empezando a ser más distópica de lo que querría reconocer.
La generación del postureo, del narcisismo virtual, del yo-soy-mi-propia-marca, tiene una serie de cadáveres en el armario cuya putrefacción empieza a oler. Como si fuéramos una especie de Dorian Grey 2.0, ya podemos estar sufriendo o deprimidos que muy probablemente no lo mostraremos en nuestros avatares virtuales. En realidad es a la inversa que Dorian Grey, en nuestro caso es el retrato –el avatar- el que se conserva joven e incorruptible, nuestros perfiles pueden rebosar popularidad y jovialidad mientras la persona real es la que envejece y padece los efectos del transcurso del tiempo y del exceso de pantallas.
Al tocar este tema, una parada obligatoria es el documental de Jeff Orlowski, El dilema de las redes sociales, uno de los contenidos más vistos de la historia de Netflix. En él, algunos de los cerebros que han hecho posible el fenómeno, expían su culpa destripando los entresijos del Frankenstein que ayudaron a crear: tal y como afirma Tim Kendall, exdirectivo de Facebook el objetivo de estas plataformas es "conseguir arrebatarnos todo el tiempo posible de nuestras vidas". Generar un enganche como el de cualquier otra droga. La adicción, la inseguridad, los bulos o la polarización que generan las redes no son fallos en la Matrix de estos diseños. Son piezas perfectamente lógicas que forman parte del único plan real. Maximizar el tiempo que pasas en ellas. El producto es gratis, sí, porque el producto eres tú. Tu atención.
Los algoritmos suelen estar diseñados de forma “inteligente” con la premisa de ir aumentando digamos, en potencia, en radicalidad, un contenido que se detecta como favorito por el usuario. Esto es clave para explicar la polarización.
Bo Burnham, el cómico, actor, músico y director de la magnífica Inside, explica muy bien en su pieza musical y satírica “Welcome to the Internet” lo esquizofrénico que puede ser el algoritmo y la escalada en la radicalidad. Si, vamos a suponer un periodista, investiga el supremacismo blanco y ve unos pocos vídeos sobre el asunto, el algoritmo irá enviándole cada vez recomendaciones más radicales, pues así está programado para que tu mente, al igual que con otra droga, no genere cierta tolerancia y cambie de dispositivo o plataforma.
Trampas para ratones adictos a la dopamina. Madrigueras de conejo con formas algorítmicas y efecto polarizante. El problema es que bajo este sistema no se puede frenar, o la siguiente app se llevará el premio. Esto es lo que ocurre en casi todos los demás sectores económicos bajo el capitalismo. La excusa para no frenar, para ser brutal con las personas y los ecosistemas es que alguien acabará siéndolo igualmente si no eres tú y maximizará su beneficio. Alguien contaminará. Alguien acabará llenando el vacío que yo dejo retirándome de un mercado concreto. ¿Cómo voy a dejar de emitir los gases de efecto invernadero si X (otro país) sigue emitiendo? Y algo de razón tiene este argumento. Mientras sigamos la estúpida ley del mercado no hay otra opción. Mientras seamos regidos por la mano invisible –que cada vez deja un reguero más visible de consecuencias- no hay mucho que podamos hacer salvo pequeños maquillajes.
Una red puede tanto ofrecerte soporte como atraparte en una suerte de trampa. Y ese es el dilema en que estamos cuando valoramos lo que nos ofrecen a día de hoy las redes sociales.
Las redes podrían ser mucho más útiles en un sistema cuya única meta no fuese el beneficio a corto plazo para unos pocos. Nuestro sistema económico, se basa en una premisa anti-natural e insostenible (la necesidad de crecimiento perpetuo) y además otra premisa que retrasa la evolución al beneficiar solo a una minoría. La evolución como demostró la microbióloga Lynn Margulis se basa más en la cooperación que en la competición. En la simbiogénesis. En juntar dos formas de vida separadas en las que la síntesis sea lo mejor de ambas. Sin embargo el sistema socioeconómico actual hace lo contrario. Se basa más en la competición y en beneficiar a una minoría. No podemos pensar seriamente que un sistema que se basa en preceptos tan alejados de cómo funciona la propia vida que lo sostiene va a funcionar a medio plazo. Ni a sostenerse. No es por casualidad que ese sistema tan alejado de las formas de funcionamiento de la vida esté logrando cargársela.
¿Qué futuro podemos esperar si la tecnología sigue en manos del capital en vez del común?