El decrecimiento es inevitable. Pero, ¿qué es y qué propone?
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Un fantasma recorre, ya no Europa, sino el mundo entero. El entrelazamiento de la pandemia con problemas estructurales previos está ocasionando una crisis de suministros que afecta ya a multitud de sectores en toda la cadena de producción mundial. A la escasez de chips o materias primas, se le suma un encarecimiento –que inevitablemente será fluctuante, pero con tendencia ascendente- del precio de las distintas fuentes de energía. Esto a su vez retroalimenta el proceso anterior y encarece la vida. Sin energía, no hay vida. Si la primera se encarece, la segunda también.
Por otro lado, el calentamiento global sigue acelerándose ante la pasividad de la mayoría de los gobiernos y la poca utilidad de las Cumbres del Clima. Y cada vez produce fenómenos más extremos y frecuentes. Si a estos enormes problemas le sumamos la tremenda crisis de biodiversidad o que la desigualdad económica está alcanzando cotas nunca vistas, parece evidente que los marcos mediante los cuales nos regimos, el sistema y sus inercias, no solo no son capaces de atajar las problemáticas que hemos enumerado, sino que en muchos casos las engrandecen por sus propias contradicciones internas. El sistema y sus inercias, como ya reconoce la comunidad científica, más que ayudar a solucionar el problema, son el problema.
Cuando tantas crisis se acumulan a las puertas, es sin duda el momento de plantearnos que todo el sistema está obsoleto, caduco, mal diseñado. Bueno, en realidad bien diseñado, pero solo para unos pocos.
Que no se puede crecer indefinidamente en un planeta finito es algo que hasta un niño de cinco años entiende. Sin embargo la teoría económica más mainstream aún encuentra dificultades en asumir algo tan obvio.
Desmaterialización, desacoplamiento, eficiencia, son solo algunas de las palabras con las que se intenta evitar mirar de frente al elefante en la habitación. Pero todas ellas están desmitificadas. No se desmaterializa apenas nada, desde luego no al ritmo necesario. No hay eficiencia que valga si se tiene en cuenta que existe la paradoja de Jevons. ¿Cuándo era más eficiente el uso de combustible en un motor de un vehículo, ahora o hace 50 años? ¿Cuándo se consume cuantitativamente más combustible? No hay más preguntas, señoría. Las mejoras en eficiencia quedan diluidas en las ansias voraces de un sistema ineficiente que necesita crecer como un humano respirar. Al supuesto desacoplamiento de las emisiones –ese truquito de trileros- directamente habría que llamarlo deslocalización.
En fin, dejémonos de palabros y vayamos al grano. Solo una vez comprendida la imposibilidad de solucionar con la tecnología todos nuestros problemas –ojo, esa es precisamente la mentalidad que nos ha llevado hasta aquí- es posible comprender qué habría que hacer en tiempos de decrecimiento. Sostener lo esencial, olvidar buena parte de lo superfluo. El decrecimiento no se aplicaría igual en todos los países, ni de igual forma a todas las personas. La teoría económica que defiende estas ideas está basada en ideas redistributivas y de justicia social. Han de pagar más quienes más tienen, han de decrecer solo algunos países –los responsables de haber generado el problema- no todos. Y desde luego unos más que otros. Por eso en América Latina le llaman Buenvivir.
Para entender qué se defiende desde la teoría del decrecimiento hay que pensar en una palabra clave. Equidad. Como recuerda continuamente la antropóloga Yayo Herrero el decrecimiento es un dato. Va a ocurrir. Por eso la teoría económica que lleva ese nombre defiende una serie de propuestas que irían destinadas a generar una respuesta equitativa –a cada cual según su posibilidad- para enfrentar este hecho ciertamente traumático sin que lo paguen los de siempre. Lo que defiende la teoría no está asegurado que ocurra, al contrario, será difícil, y hay que pelear para que así sea.
Un cambio de sistema tan radical como el que propone la teoría del decrecimiento no puede no ser traumático. Es una verdadera revolución dejar de usar tantos combustibles fósiles, dejar de crecer económicamente, adaptarnos a circuitos de producción y consumo más locales, y hacer todo esto en apenas una década que tenemos de margen. Pero aunque sea traumático es posible, y necesario. De otro modo decreceremos, pero por la fuerza. Y esto generará tales problemas que los que creen que así salen beneficiados porque están en puestos de privilegio pueden acabar mucho peor que si reparten un poco el botín. No hay nada más inseguro que estar en la cima de una pirámide que se derrumba.
¿Qué propuestas formarían parte de un programa decrecentista? Hay muchas maneras de redistribuir. La más evidente es generar impuestos progresivos que tasan más a quien más gana, para poder precisamente recaudar para hacer esa transición. Habrá también que descomplejizar y simplificar las estructuras del Estado, aunque primero habrá que apoyarse en él para poner freno a los desmanes de las élites económicas. También habría que abrir la democracia. Ampliarla. Asambleas ciudadanas cuanto más concretas mejor. Que estimulen la inteligencia colectiva asentadas en el territorio. Que vamos hacia una cierta desglobalización es evidente, con menos energía, también esto va a ocurrir sí o sí, por eso sería bueno anticiparnos y que la toma de decisiones políticas también se relocalice.
Otras propuestas que pueden ayudar son las monedas sociales ancladas a un territorio –facilitan ese proceso de circuitos cortos de producción y proveen de diversidad al sistema económico local. Las propuestas de renta básica y trabajo garantizado serían otro puntal: a través de ellas se puede generar un mínimo de calidad de vida garantizado y a la vez orientar la fuerza de trabajo hacia donde más falta haga: regeneración de ecosistemas, sector primario, transición energética, etc.
Todas estas propuestas tendrían un triple eje ineludible: hay que atajar la emergencia climática al tiempo que se consigue una estabilidad energética gracias a las fuentes renovables, y al mismo tiempo, se tiene que hacer tratando de equilibrar un mundo que tiende a una desigualdad cada vez mayor. Y esto está muy bien estudiado. En las civilizaciones anteriores que han colapsado, entre las principales causas, se encuentra la desigualdad económica. Es crucial atajarla. De lo contrario las clases medias no van a asumir un proceso que sentirán como un atentado contra su posición, y además, la élite –que suele tener mucho peso en las decisiones de una civilización- es inmune a las señales, vive en su burbuja pensando que nada pasa, hasta que pasa.
Hace aproximadamente 1500 años, el Imperio romano se dividió en dos: por un lado el Imperio romano de occidente, que colapsó, por otro el Imperio Bizantino, que se simplificó –redujo el ejército, la complejidad, el territorio que controlaba- y logró aguantar mil años más. Decía Mark Twain que la historia no se repite, pero rima. De nosotros depende con qué queremos que rime.