La desigualdad económica lleva al tecnofeudalismo
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Según se ha sabido recientemente gracias a un informe de Oxfam, las 10 fortunas más grandes del planeta han doblado su riqueza durante la pandemia. Esto ha ocurrido mientras el 99% de la población perdía poder adquisitivo.
Cada 26 horas, surge un nuevo multimillonario en el mundo. Quizá al leer este último dato te haya cruzado la mente un pensamiento negativo: estás haciendo algo mal. Quizá podrías ser tú uno de los siguientes en lograr el premio del sistema.
Aunque, en realidad si estás leyendo esto, no tienes de qué quejarte. Te daré otro dato: las desigualdades económicas contribuyen a la muerte de al menos una persona cada cuatro segundos. Ahora ya no te sentirás mal, en el fondo eres un ganador o ganadora. De momento.
La carrera de los multimillonarios nos está haciendo a los demás parecer cada vez más pobres, aunque en realidad sigamos siendo privilegiados si nos comparamos con la gran mayoría. Pero nos cuesta compararnos con quien tiene menos, y muy poco hacerlo con quien tiene más. Estamos “diseñados” evolutivamente –o involutivamente- para buscar mejorar y eso nos está llevando a un callejón sin salida.
Ya a principios del siglo XX el sociólogo noruego Thorstein Veblen dio nombre a un fenómeno “el consumo ostentatorio” que es muy interesante comprender. El concepto definido por Veblen nos ayuda a entender que el problema de la desigualdad es clave. Si una parte del consumo se hace por aparentar estatus, posición social, cuanto más ejemplos de riqueza insultante tengamos alrededor, más cosas envidiaremos. Si la desigualdad es tan obscena como la actual, será más fácil que nos fijemos en los que más tienen y tratemos de emularles porque la brecha es enorme.
No es que todos queramos ser Musk o Bezos –afortunadamente-, pero cuanto mayor es la distancia entre la élite y los “súbditos” más normalizada se vuelve una comparación que nos haga sentir mal, que nos haga pensar que no consumimos o poseemos lo suficiente.
Mientras esos 10 hombres -los más ricos del mundo son todo hombres- han doblado su riqueza, 160 millones de personas han pasado a engrosar las estadísticas de pobreza.
Las emisiones de carbono del 1% más rico superan en más del doble a las de la mitad más pobre de la humanidad. Si no eres capaz de comprender lo absurdo de un modelo que permite que esto ocurra, déjame que te cuente otra historia, que aún lo complica todo un poco más…
El otro argumento para tratar de atajar la desigualdad como si fuera el mayor de los problemas, es que efectivamente lo es. El modelo HANDY (Human And Nature Dynamics) trató de analizar las causas de colapso y concluyó que había dos razones principales: la desigualdad extrema y la explotación del medio ambiente por encima de su capacidad de regeneración.
Y esto explica otra cosa: si la élite es tan desigual y ostentosamente rica, vivirá al margen de los problemas, y tardará mucho más en detectar las señales, en sentir en sus carnes los efectos de los desafíos, hasta el punto de que igual le da por darse un paseíto espacial en plena pandemia y explosión del caos climático.
Igual no percibe con la claridad necesaria la gravedad de unos problemas que, debido a su situación privilegiada, no le afectan tanto. Y además, la mezcla de este factor con el efecto mental en las personas que idolatran y envidian a estas personas, queriendo parecerse a ellas –lo cual complica mucho que quieran renunciar a parte del pastel- se entrelaza para provocar un cóctel que favorece las situaciones de colapso social que han venido dándose en el pasado en tantos imperios y civilizaciones.
Ahora nos encontramos al borde de un precipicio ecológico y energético que es indudable. Las renovables no son suficientes y están llenas de limitaciones, y todas las otras fuentes han de ser paulatinamente abandonadas para no agravar el problemón climático que tenemos (la nuclear es caso aparte, pero sirva decir que es una bomba de relojería para las siguientes generaciones).
Esta conjunción de problemas es la que nos sitúa en un escenario de decrecimiento inevitable. Si ante todo ello, la reacción de las élites es no solo no repartir, sino doblar su patrimonio, con perdón, estamos jodidos. No hay alternativa que no pase por una redistribución radical de la riqueza para que ésta permita que la transición ecológica y energética sea diseñada, y por tanto, planificada –quien crea que esto lo puede arreglar el mercado tiene o falta de información o un serio problema de comprensión– mediante principios de justicia social.
Ahí están los chalecos amarillos en Francia, o las inspiradoras movilizaciones que han acabado cambiando el panorama político en Chile. Recordándonos que no hay solución posible si ésta es percibida por las clases populares como elitista. Y las clases dominantes lo saben. Literalmente. El informe del grupo III del IPCC que filtramos y que dio la vuelta al mundo lo especifica claro cristalino: “Lecciones de la economía experimental muestran que la gente puede no aceptar medidas que se consideran injustas incluso si el coste de no aceptarlas es mayor”.
Y si hay un ejemplo de la majadería que es el sistema económico actual, solo hay que ver las medidas económicas con las patentes de las vacunas. En busca de la riqueza de unas pocas empresas con lazos directos con algunos gobiernos, se ha evitado a toda costa la cooperación. Se ha potenciado a las vacunas “afines” y se ha desprestigiado a las “rivales” por una cuestión simplemente de beneficios. Y esto nos ha llevado a una mayor diseminación de la pandemia, con múltiples variantes que pueden seguir mutando con mayor facilidad en países en los que apenas se ha vacunado a la gente.
Bien, pues eso mismo es lo que está pasándonos con la transición energética y ecológica: si la hacemos con el único objetivo del beneficio a corto plazo y con una mentalidad economicista, la única salida posible será un tecnofeudalismo de los más ricos, que serán como caciques de un mundo empobrecido, y de paso habremos perdido la mejor oportunidad que teníamos.