La plaga de la cultura
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Ocio y cultura, cultura y ocio...
ese tándem que tan de la mano suele ir en nuestras occidentales y primermundistas sociedades del postbienestar, hasta tal punto que a veces cuesta deslindar claramente sus márgenes. Cuando no estamos trabajando o descansando de esa propia labor, nos apetece alimentar el alma con "productos" culturales (término discutible aunque ya asimilado) que nos distraigan y con un poco de suerte, hasta nos eleven de nuestra más rutinaria que rutilante existencia.
La pandemia supuso un corte en seco con tal brusquedad que al sector de la cultura no se le concedió ni la oportunidad de sangrar.
De hecho fue tal el shock general, que todos nos enfundamos el traje de supervivientes (pre)apocalípticos y tuvimos que hacer piña como bien supimos y pudimos. Pero hasta en aquellos días de puro survivalismo de primer mundo, en los que tan solo se nos pidió una cosa: permanecer en casa (que reconocemos que no es poco) con la única finalidad de mantenerse y mantener a los demás seguros, la rutina a veces tediosa del día a día, se nos hizo más llevadera recurriendo a toda la panoplia de expresiones artísticas. Chistes, memes, videos de gags, parodias, sketches… que viralizábamos a una velocidad mucho mayor de lo que lo hacía el virus, y que no era otra cosa para nosotros que nuestra primera vacuna. Que te sacarán una sonrisa fue el mejor de los antídotos ante un monótono suceder de días previsibles en los que salir a comprar al súper o tirar la basura se convertía en la épica aventura del momento.
Ventanas y balcones comenzaron a reivindicarse como palcos bidireccionales donde podías escoger el papel, de actor o espectador, o incluso a no tener por qué renunciar a ninguno de los dos roles. El show debía continuar. De puertas para dentro, la televisión y en mucha mayor medida internet, en cualquiera de sus expresiones, formatos y dispositivos, nos "obligó" a adentrarnos de manera intensiva en los refugios de la cinefilia y la seriefilia con los que muchos ya contábamos antes de la pandemia. Las suscripciones a servicios de streaming se dispararon suponiendo en la actualidad una cuarta parte del mercado televisivo.
La música fue otro de nuestros imprescindibles escudos, vistiendo los a veces largos silencios que quedaban contenidos en nuestras cuatro paredes.
Recordamos un lema que rezaba “Sería imposible vivir sin música”. Y como lo que es imposible no puede ser, tiramos de melodías y cantos, que es algo a lo que el ser humano siempre ha recurrido cuando lo ha necesitado, precisamente para poder hacer algo más soportables y llevaderas las más azarosas y críticas vicisitudes: guerras, epidemias, escaseces alimentarias, sometimientos, etc.
Eligiendo el mood más adecuado para la ocasión, podíamos saltar de género para tratar de transportarnos a lugares mentales concretos y provocar el sentimiento esperado. Bien mientras se cocinaba, se limpiaba o se hacía ejercicio, o cuando directamente la escuchabas con plenitud y exclusividad con fines más lúdicos.
Todos recordamos nuestros almuerzos o meriendas que por pura conveniencia psicológica se convertían casi siempre en especiales, y que no eran otra cosa que escapadas de la psique ante un panorama tan incierto como inaudito. ¿Cuál fue tu canción de la pandemia? Tal vez fueron varias. ¿Y cuál no podía faltar para desconectar? O para conectar pero con uno mismo... Sobre cuál llegaste a aborrecer -o al menos, llegar a suscitar sensaciones encontradas- supongo que existe un consenso generalizado que no se resistirá a la dinámica duda… al menos aquí en España.
Un recuerdo que al menos las personas melómanas tenemos grabado a fuego es la asistencia a nuestro último concierto. Ante lo repentino del encierro la previsión no tenía cabida y cada individuo corrió su suerte.
Mis últimos fueron Iván Ferreiro, The Wedding Present y León Benavente en noviembre (¡de 2019!). Estamos hablando de conciertos plenamente prepandémicos… sin sillas, tapabocas y esa cálida y sudorosa cercanía entre congéneres. Desde entonces he de confesar algo de lo que no voy a ser profeta… que nada ha vuelto a ser lo mismo. Me suena que una mañana me dejé caer por un concierto gratuito al aire libre, pero mi gran retorno no fue hasta esta primavera, con unos Derby’s Motoreta’s Burrito Kachimba que lo dieron todo pese a la situación. Recinto cerrado con techos altos y obligatoriedad de mascarilla, pero tal vez más aforo del que me habría gustado, mejor dicho, del que me habría hecho sentir más seguro.
Entendemos que el sector de la música en vivo debe reponerse del palazo que supuso el gran parón, al igual que otros espacios como cines, museos y galerías, salas de cine, o locales de ocio. Al ya precarizado –y demasiadas veces injustamente denostado– sector cultural, la cuarentena y las fluctuantes medidas, le han supuesto un golpe casi crítico, con reducciones de plantilla y cierre definitivo de negocios. Sabemos que balancear salud y economía no resulta nada fácil, y es algo que estamos comprobando al ver la suerte que corren los distintos países o regiones que aplican recetas distintas ante problemas y condiciones ciertamente similares. Pero se trata de un falso dilema, donde es la salud (¡la vida!) lo que no hay duda que va primero. Lo que en mi humilde opinión debería primar y debería dejar de ser discutible. Ya no solo por una cuestión ética o como una idealista conjura hipocrática entre las naciones, sino egoístamente.
Sin salud no hay ni habrá economía posible, y la economía sin salud tampoco está funcionando en los lares donde se ha antepuesto.
Tal vez existan soluciones imaginativas en las que las instituciones puedan ceder más espacios públicos, abiertos y seguros para la ciudadanía, y sea la iniciativa privada reunida en modo cooperativo la que se encargue del resto de trabajo organizativo (que no es poco) para así poder superar este trance juntas. De ésta salimos, pero será de la mano.