Por qué deberíamos hablar más (y mejor) sobre el futuro
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¿Sueles pensar en el futuro? No eres el único, desde luego.
Es probable que el futuro esté hoy más presente que nunca en nuestras mentes. Los cambios constantes que nos sobrevienen, especialmente en el campo tecnológico, pero también en el cultural, social, político y económico, suelen provocar cada vez más una sensación de vértigo, ansiedad y, sobre todo, incertidumbre. No es casual, ni tampoco nuevo: el futurista Alvin Toffler bautizó este síndrome como “shock del futuro”, y lo hizo en 1970, hace nada menos que 51 años. Toffler ya vio como, en aquellos tiempos, el sorprendente avance de los acontecimientos y la sucesión trepidante de cambios que vivían las sociedades, especialmente las occidentales, provocaba en individuos y colectivos una sensación de desconcierto, parálisis y desamparo que podríamos resumir como “demasiado cambio, demasiado rápido como para ser asimilado”. Las antiguas estructuras y las certezas de la vida tradicional fueron dejando paso a una forma de relacionarnos con el tiempo más volátil y efímera, que décadas después Bauman tuvo a bien llamar “modernidad líquida”, un concepto innovador que, sin embargo, hoy consideramos lo más normal del mundo.
Avanzarnos al futuro se ha convertido, pues, en un reto más difícil y, a la vez, necesario que nunca.
El mañana, con sus desafíos tecnológicos y climáticos en cabeza, apremia. Y, aun así, parece que todavía no hemos aprendido a relacionarnos con los tiempos venideros de una forma racional, honesta y, sobre todo, efectiva. Porque, precisamente, tratar de avanzarse al futuro, de adivinarlo, como intentan algunos, es un enfoque equivocado y muchas veces tramposo.
Para empezar, preguntémonos: ¿en qué pensamos cuando pensamos en el futuro? Definitivamente, nunca en algo concreto y común. Y eso es porque, en última instancia, el futuro no existe. Es una abstracción. Y, como abstracción que es, se dibuja de maneras muy distintas en la mente de cada individuo o de cada colectivo.
Es lo que el futurista Jim Dator, una de las máximas eminencias en la materia a día de hoy, denomina “imágenes del futuro”. Aunque, que el futuro como tal no exista y sea solo una nebulosa difusa de imágenes mentales, no significa que tales imágenes no sean relevantes. Al contrario: estas imágenes nos deben servir de base para las acciones del presente. Porque, como el propio Dator indica, “el futuro no puede ser predecido, pero los futuros alternativos pueden y deben ser pronosticados”, algo a lo que se dedican los llamados Estudios de Futuros: identificar y examinar los distintos escenarios alternativos que se nos presentan en función de los eventos, ideas y tendencias dominantes de cada momento o lugar.
Así, nos encontramos con la paradoja de estar pensando en el futuro más que en ninguna otra época, pero de la forma equivocada. Pensamos en él como en un destino, en un porvenir (por-venir), en algo extraño hacia lo que nos aproximamos como arrastrados por la corriente. Este rol pasivo nos perpetúa en ese estado de “shock” que mencionaba Toffler: no sabemos hacia dónde vamos, no tenemos poder sobre ello y, por tanto, solo podemos dejarnos llevar. Vivimos desempoderados ante el futuro porque lo sentimos ajeno; porque nos resulta, por una parte, desconocido, y por la otra, inevitable.
Esta circunstancia emborrona nuestra manera de afrontar el mañana, pues se usa como una herramienta, a veces a modo de amenaza y otras como promesa, para conseguir beneficios o acumular poder en el presente. Cuando multinacionales blanden conceptos como “economía verde” o “sostenibilidad”, por ejemplo, lo que persiguen muchas veces es seguir vendiendo sus productos y no acercarnos, realmente, a un futuro habitable. Cuando políticos azuzan el miedo hacia sus adversarios ideológicos, pintando futuros distópicos, su mayor preocupación no suele ser ese futuro, sino sus próximos resultados electorales.
De ahí la importancia de los Estudios de Futuros y de acercar sus preceptos a la ciudadanía, de ponerlos en primera plana de la opinión pública. Abandonar el shock del futuro, dejar de estimularlo y manipularlo con fines presentes y analizar, de manera conjunta y honesta, cuáles son las alternativas que se nos presentan para poder dirigirnos hacia las que más nos convienen. El futuro no nos viene dado, no es una fatalidad, sino que se construye, lo estamos construyendo, con las decisiones, discursos, inventos y tendencias de hoy.
De nuestros actos de hoy dependen nuestros futuros posibles. Debemos tomar responsabilidad, interés y motivación para acercarnos a aquel que consideremos mejor. Alejarnos de inercias y nihilismos que nos mantienen alienados y no nos dirigen hacia donde queremos ir. Pensar, antes de tomar decisiones, si estas construyen futuro o, por el contrario, nos alejan de las alternativas más deseables. ¿Voto a este partido político porque confío en su proyecto o porque estoy resentido? ¿Compro productos de empresas que apoyan mi visión del futuro? ¿Colaboro con tecnológicas que construyen un mañana mejor? ¿Estoy dirigiendo mi vida hacia donde quiero que se dirija el mundo o me estoy dejando llevar? Solo haciéndonos este tipo de preguntas, debatiendo sobre ello y siendo honestos con nosotros mismos y con los demás, lograremos superar el reto que estos futuros, aún múltiples, difusos y cargados de potencial, plantean a nuestro presente.