¿Por qué el futuro que imaginaron huele a un sueño del pasado?
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Que vivimos tiempos extraños es algo que nunca extrañó a nadie.
¿Qué tiempos en la historia humana fueron normales? Los actuales, como hijos de su pasado más cercano y sobre todo -y eso es algo que tendemos a olvidar- de su pasado más "lejano" -el siglo XX-, puede que nos resulten desasosegados y caprichosos. Si por el simple y milagroso hecho de vivir, sientes vértigo, estrés o ansiedad, tampoco te voy a consolar al descubrirte que el sentimiento es compartido porque seguramente ya lo sepas, y ese es justamente el problema.
Mientras que mi generación -nací con la era Reagan/Thatcher- creció entre las rentas de una sociedad del bienestar que alimentaba los anhelos de una prosperidad y un crecimiento que no vislumbraba sus límites. Aunque esta generación ya podía intuir sus grietas, las inmediatamente posteriores ya comenzaron a palpar “fallos en la Matrix”, siendo las víctimas propiciatorias de un sistema planificado, con cronificadas, aturdidoras y desmoralizantes crisis socioeconómicas que se han ido enlazando desde 2008 hasta la actualidad. Pandemia aparte. Y con ello me refiero a que ya estábamos así antes de que apareciera el nuevo virus en nuestras vidas, vivíamos insertos e inmersos en un sistema socioeconómico que devora los afectos mientras precipita efectos como la depresión, la incertidumbre, la anomia y el mismo dolor existencial.
Como ya apuntó el sociólogo polaco Zygmunt Bauman a las puertas del siglo XXI, tras las décadas de continuo y próspero desarrollo que sucedieron a la II Guerra Mundial, esta misma inercia desarrollista derivada en fe científico-tecnológica y apertura de mercados y globalización, se malogró. Como el sueño placentero que se torna pesadilla ante nuestros ojos, ese tren comenzó a descarrilar pero sin dejar de seguir avanzando, más rápido aún si cabe.
La capacidad para frenarlo es inexistente, al tiempo que muchos de los pasajeros permanecen sin saber que ya no avanza sobre raíles creyendo disfrutar de las vistas que les ofrecen las ventanillas.
Todo ello junto a otros muchos factores, está conduciendo al ser humano a separarse de aquello que lo mantenía unido a la sociedad. Pasa por tanto de moverse en una sociedad sólida a tratar de hacerlo sobre una sociedad líquida, dúctil, demasiado escurridiza, haciendo que la posibilidad de alcanzar una provechosa y verdadera modernidad, se nos escape de las manos como agua entre los dedos. Todo lo sólido se evapora en el aire.
Y llegamos al punto actual, de desencanto. Si las obras de sci-fi de la literatura ciberpunk de los 80's comenzaron a apuntar posibles rutas por las que se encaminaría la sociedad, el golpe de realidad nos aturde para revelarnos que ya vivimos en ese futuro alternativo (presente para nosotros) y que pese a haberlo normalizado no por ello deja de ser menos desasosegante a poco que reflexionemos sobre él.
Aquellas novelas prospectivas teorizaron sobre un estadio tecnológico fuera de control, donde sus avances son tan inquietantes como invasivos. Una sociedad en la que las instituciones tradicionales ya no tienen capacidad de acción de cambio y han cedido su poder en favor de las grandes corporaciones.
Las ciudades son ratoneras donde sus habitantes malviven. Entre todo lo anterior, comienza a fraguarse una alianza envilecida entre el mundo tecnológico y el de la disidencia organizada. El ciberpunk ya no cree en la idea de progreso ni en las capacidades emancipadoras asociadas al desarrollo tecnológico, como tampoco creen que exista una huída o se pueda plantear una alternativa. El slogan de estos no-tiempos es no future.
Tampoco podemos desligar este movimiento de su contexto, un mundo posicionado en torno a dos bloques enfrentados y con la capacidad de destruirse entre sí y por extensión, que hacen peligrar a todo el planeta. La Guerra Fría instaló un temor fundado acerca de un apocalipsis nuclear. Autodestrucción pura y dura que hacía cuestionar la misma idea del progreso humano y su razón de ser en este mundo. En este entorno el único criterio que podía prevalecer es el propio, la capacidad de un solo individuo de destruirlo todo nos ha individualizado, cuando la única respuesta que cabría intentar solo puede ser colectiva.
En el futurismo del pasado se nos prometió que coches voladores invadirían nuestras calles, y sin embargo nos tenemos que conformar con que patinetes a pilas -que por lo menos tienen luces de colores- cuenten con la pericia de las personas que los conducen para no tener un accidente.
La revolución vino con internet y su incesante aplicación en insospechables (y muchas veces sospechosos) ámbitos. Pero curiosamente en estos cybertiempos caemos en añorar ese futuro que nunca llegó, abrazándonos al pasado: de ahí las modas de Stranger Things, la ropa vintage o la Future Nostalgia de Dua Lipa. Bauman lo clavó cuando habló de Retrotopía.
La generación actual está invadida por esta aparente nostalgia del futuro, que posiblemente no sea más que una sensación sentimental de un pasado futurista no vivido. De algo que se creía futuro y no era más que una despechada carta de amor a una sociedad que le había desengañado. Pero no nos engañemos, del pasado tan sólo (y ya sería suficiente de así hacerlo) se pueden extraer enseñanzas por las experiencias vividas y el futuro que está por llegar, no existe. Esto lo matizaremos, digamos que está medio hecho, bastante perfilado, pero tampoco está escrito en las estrellas... Digamos eso sí, que nuestro porvenir está encaminado, a consecuencia de nuestros actos pretéritos.
Aunque insisto... hay esperanza. La partida no está del todo perdida -nunca lo está-, porque el ser humano ha venido a este mundo a jugar, en este presente continuo e imperfecto que nos ha tocado sufrir y disfrutar, y con esta disposición de fichas sobre el tablero heredada, al igual que muchas de las cartas que sujetamos en la mano, no está todo dicho. Aún -hoy es siempre todavía, toda la vida es ahora- podemos hacer, como individuos y sociedades con capacidad y naturalidad para ser cooperativas, casi todo aquello que nos propongamos. Esa es nuestra suerte. Y en parte nuestra maldición.