La dictadura de lo “Macro”
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La polémica de las macrogranjas –en España por fin se ha abierto un debate sobre la aberración que son- nos está enseñando algo. Hay que huir en la medida de lo posible de todo lo macro. Macroparques eólicos y fotovoltaicos también están suscitando un necesario debate. O las odiosas macroestructuras empresariales e “informativas” –qué cortas se quedan unas simples comillas en este caso para enfatizar el necesario sarcasmo y repulsión hacia las organizaciones que más nos están haciendo la vida imposible.
Todo lo macro tiende a la concentración de poder y a la desigualdad. Todo lo macro tiende a la verticalidad y a la falta de sensibilidad con el detalle, y sin embargo, no todo lo macro es malo per se. No se trata de hacer una enmienda a la totalidad. El mundo, afortunadamente, es mucho más rico y complejo que eso.
Hay muchos ejemplos donde lo macro puede estar bien. Una campaña como la que promueve internacionalmente el movimiento Stop Ecocidio busca consolidar una suerte de macrodelito muy necesario. Que sea delito en todas partes por igual cometer un crimen contra la vida y la naturaleza – así, vertidos como el reciente de Repsol en Perú no quedarían impunes. O, por ejemplo, también estaría genial tener un macroderecho en el que todo ser humano tenga los mismos derechos por el simple hecho de haber nacido. Un híbrido entre la Renta Básica Universal y el Trabajo Garantizado podría servir para hacer más justo y equitativo un mundo, que se deshilacha por la absurda, obscena y creciente desigualdad entre clases.
Es posible que cualquier ser humano tenga el derecho a no estar “semiesclavizado” de por vida por culpa de un sistema que, en su aparente búsqueda incesante del “progreso” –otras comillas similares a las de antes– nos está condenando a todos, incluso a los que apenas nos hemos beneficiado de su pasajera y –por más que se empeñen sus defensores– efímera e insostenible locura.
Necesitamos volver a la belleza de lo micro. Sin despreciar lo que hemos conseguido, incluso valorándolo, mejorándolo. Podemos –y debemos- planificar globalmente cómo salir del laberinto en el que nos hemos enjaulado. Porque no hay otra manera de hacerlo que con un plan lo más global posible. Ni el cambio climático ni la desigualdad económica que provocan los paraísos fiscales entienden ya de fronteras –entiéndase esto: por supuesto que hay diferencias entre vivir en un país u otro, pero en la lotería climática estamos ya todos inmersos y no hay solución que no sea global para la desigualdad.
Pero solo lo haremos si tenemos a la vez un pie en lo local. Un pie en los modelos extensivos de ganadería, respetuosos con el medio ambiente y útiles para la fertilización del campo, y otro en el consumo de vegetales y frutos como base principal de nuestra dieta. Una dieta que también ha de ser por necesidad termodinámica cada vez más cercana, de kilómetro 0 si se puede.
También un pie es ineludible en los modelos de transición energética distribuida, potenciando el autoconsumo y las renovables no eléctricas, y otro en los macroparques cuando sea inevitable, donde sea imprescindible ponerlos. Pero por favor, esto hay que hacerlo con una mentalidad que no sea la economicista dominante, la del beneficio a corto plazo, la de, “aquí, en este suelo rural, que es más barato”, porque esa mentalidad es la que nos ha llevado al desastre.
Precisamente vivimos tiempos en los que lo macro está empezando a estar cuestionado. La globalización, que no hace mucho parecía un proceso irreversible, se está resquebrajando a marchas forzadas, al ritmo de las fallas en la cadena de suministros, y al compás del ascenso de los populismos nacionalistas. Qué sinsentido, qué oxímoron eso de “populismos nacionalistas”. Cualquier receta excesivamente arraigada en las raíces no podrá hacer frente a problemas que nos afectan a todos por igual. Y, sin embargo, la globalización nos muestra un magnífico ejemplo del dilema micro vs macro: aunque es deseable volver a recetas más locales, menos monolíticas, más asentadas en el territorio –lo cual permite construir con mejor conocimiento de la realidad cercana-, es innegable que hay cosas que no están tan mal de la globalización.
Tenemos que ser capaces de conservar lo bueno que nos ha legado este proceso de encontrarnos, para que cuando no estemos tan cerca –por la inevitable caída de la energía disponible a corto plazo- seamos capaces de entendernos. Hay colonialismos culturales que no han sido negativos, de hecho, algunos, ojalá se extendieran, como eliminar los matrimonios forzados, la esclavitud infantil, etcétera.
Y sobre todo, no podemos volver a caer en recetas nacionalistas porque hay que evitar las guerras y conflictos a toda costa. Si el destino es común, en un mundo cercado por problemas globales, seguir peleándonos entre naciones o bloques, es una pérdida de un tiempo y una energía que ya no tenemos para desperdiciar.
Todo esto lo explica muy bien el filósofo Bruno Latour en su magnífica y breve obra “Dónde aterrizar”. Ser locales, terrestres, dice él, pero no tanto como para quedarnos anclados a los tradicionalismos. Ser globales, modernos, pero no tanto como para creer que la globalización será eterna, la tecnología siempre nuestra aliada y Elon Musk la tercera reencarnación de Jesucristo. Tampoco es el anticristo, pero viendo algunas de sus propuestas –terraformar Marte con bombas nucleares, legitimar golpes de estado en Bolivia para apoderarse del litio, no respetar las leyes básicas de impuestos cuando el sistema es muy débil con los ultraricos-, es evidente que está muchísimo más cerca de ser un villano que un héroe.
Y por eso ha llegado el momento de que asumamos, que para cumplir con los retos que tenemos por delante como humanidad, para educar a esa mentalidad de especie que tenemos en pañales, necesitamos poner en vereda, poner límites, al poder de lo macro y de sus representantes en la Tierra. Si queremos cuidar la Tierra y a todas las pequeñas criaturas que lo habitamos, tenemos que olvidarnos de los sueños de grandeza y volver a apreciar al pequeño detalle. En lo micro está la verdadera belleza en el mundo.